06 Jun BOUBACAR Y ABDOULAYE: MOTORISTAS EN MALI
Como casi todo el mundo hace, acostumbro a solucionar muchas de las controversias que aparecen en mi vida utilizando una célebre e imaginaria balanza de dos platillos. Los voy llenando, respectivamente, de pros y contras, de ventajas y desventajas, de beneficios y perjuicios, hasta que uno de ellos se inclina sin ningún género de duda y me ayuda a tomar la decisión, a priori, más correcta.
Sinceramente, antes de iniciar el viaje a Burkina Faso por primera vez, atravesando los 5000 kilómetros de carretera que la separan de Málaga, atravesando los territorios de Marruecos, Mauritania y Mali, el platillo de los contras, de las desventajas, pesaba mucho más que el de las ventajas. Muchísimo más. Sin embargo, decidí viajar. Decidí viajar porque, por algún motivo que no pretendo comprender, en lugar de guiarme por una calculadora, o por la cabeza, o por esa balanza en la que pesaban más la familia, el miedo, la incertidumbre y las dificultades, lo hice por el corazón. Y el corazón me decía que ¡adelante!, que no debía permitir que ninguna clase de miedo guiara mis pasos en la vida, que había personas a las que, con mi sacrificio, llevaría un mensaje de esperanza.
Por supuesto, ahora es mucho más fácil todo. Porque, después de haber realizado el viaje dos veces, la balanza está totalmente inclinada a favor de viajar; y de hacerlo, siempre que sea posible, por carretera. Ahora está todo a favor de esta bendita locura. Y no porque no se hayan confirmado los miedos y las dificultades que tenía aquella primera vez (al contrario, se han confirmado, y con creces), sino porque al realizar estas expediciones he podido vivir experiencias maravillosas y ser parte de historias increíbles que han hecho que me enamore de África y de sus gentes para siempre.
Una de esas historias sucedió en Mali, a las afueras de Bamako, el 25 de noviembre de 2017. Hacía once días que habíamos partido de Málaga, y ya llevábamos 4.500 kilómetros a nuestras espaldas. Por primera vez, la ilusión que teníamos al sentir cerca la tierra de Burkina Faso, la ilusión ante el inminente encuentro con nuestros compañeros de expedición -que realizaban el viaje en avión- y con todos nuestros queridos amigos burkineses, superaba a la enorme fatiga que habíamos ido acumulando.
Para mí, además, esa fatiga provenía no sólo de la ingente cantidad de kilómetros que debíamos recorrer cada día por carreteras inmundas, de las dificultades burocráticas, de no comer bien (o, directamente, no comer), de no dormir lo suficiente o del extenuante calor, sino también de otra circunstancia, digamos, “extra”, puesto que me veía obligado a viajar con mi moto, con mi querida (lo confirmo, se puede querer a una moto) Honda CRF 1000 “Africa Twin”, al mismo ritmo cansino de las dos viejas furgonetas conducidas por Paco e Inoussa.
El hecho es que llevar las alas cortadas de esa manera (los motoristas entenderán perfectamente a lo que me refiero), había ido produciendo en mí la necesidad cada vez mayor de “respirar” un poco, de liberarme de cuando en cuando del ritmo que marcaban los motores achacosos de la Renault y de la Iveco. De modo que, cada vez que las condiciones eran favorables (en realidad, nunca lo eran), retorcía el puño de mi montura y me escapaba del resto del convoy para, más adelante, hacer una parada y esperar a que Paco e Inoussa llegaran hasta mi posición para reagruparnos de nuevo.
En una de esas estaba precisamente, sentado a un lado de la carretera esperando a mis compañeros de aventura, bajo la sombra de un árbol junto a un pequeño puesto de mangos y frutos secos regentado por una chica joven, cuando pasaron por delante de mí dos motoristas perfectamente equipados, cada uno de ellos conduciendo una flamante y, diría yo, recién estrenada BMW R 1200 GS Adventure. Mientras los miraba, y admiraba, boquiabierto, mi imaginación comenzó a funcionar: que si serían alemanes, que si serían británicos o franceses, que si serían youtubers famosos recorriendo África en busca de aventuras…
En cuanto se percataron de mi presencia, el primero de ellos levantó su brazo enérgicamente para saludarme, expresando con ese saludo sorpresa y alegría, y, a continuación, hizo una señal a su compañero para frenar, darse la vuelta y venir a mi encuentro. Jamás olvidaré los segundos que transcurrieron desde que me saludaron hasta que, tras bajarse de sus motos, se dispusieron a quitarse sus respectivos cascos de las cabezas, ya a menos de dos metros de mí. No lo olvidaré porque, durante esos treinta o cuarenta segundos, tuve la absoluta certeza de que iba a conocer a dos personas extraordinarias, de las que uno no conoce todos los días.
Cuando por fin se quitaron los cascos, no pude evitar sentir un pequeño sobresalto al comprobar que se trababa de dos hombres de raza negra. Sin embargo, ellos, de mediana edad y extremadamente educados, no hicieron ninguna mueca ante mi cara de bobo, más allá de saludarme con una gran sonrisa en sus bocas y de presentarse. Se llamaban Boubacar y Abdoulaye.
Los dos residían en la cercana Bamako, y ambos eran naturales de Mali. Lo primero que hacen los motoristas cuando se encuentran es hablar de sus motos, dar rienda suelta a su vanidad. Y eso hicimos. Después, me dijeron que eran miembros de un club de motoristas de Bamako, que Boubacar era arquitecto y Abdoulaye notario (eso explicaba que fueran propietarios de aquellas dos espléndidas y costosas BMWs), y que habían salido a hacer una ruta para disfrutar de sus máquinas. A continuación, visiblemente extrañados por mi presencia en su país, solo y en moto, comenzaron a hacerme preguntas para saciar su curiosidad.
Conforme les iba contando que era español, que había llegado hasta allí en moto desde España, que me dirigía a Burkina Faso, que era miembro de una Asociación benéfica en favor de la infancia, que era policía, que viajaba formando un convoy junto a dos amigos que estaban a punto de llegar en sus dos furgonetas…, en los rostros de Boubacar y Abdoulaye no paraba de incrementarse la sorpresa. Ni siquiera el hecho de que mi nivel de francés fuese prácticamente ridículo hizo que disminuyera un ápice su interés. Al contrario, creí entender cómo decían que esa dificultad con el idioma le confería aún más mérito a todo aquello.
Ya se había creado un ambiente muy especial -de sincera fraternidad, diría yo-, entre nosotros, cuando llegaron Paco e Inoussa, quienes habían tardado un poco más al sufrir un pinchazo una de las furgonetas. Para mí fue un alivio la llegada de mis amigos, sobre todo porque, gracias a Inoussa, la comunicación podría ser más fluida. Se los presenté y, justo en ese momento, comencé a ser consciente de la clase de felicidad que me estaba invadiendo. Una felicidad que he sentido muy pocas veces en mi vida: la felicidad de quien se siente rodeado de seres humanos verdaderamente excepcionales, de seres humanos que te hacen sentir como si estuvieras en tu propia casa a miles de kilómetros de ella.
Boubacar y Abdoulaye, ya con Inoussa ayudándonos a Paco y a mí a entender con precisión sus palabras, nos dijeron que estaban absolutamente impresionados con lo que estábamos haciendo, con nuestra labor, que les parecía increíble que alguien pudiera viajar desde tan lejos, sorteando tantos peligros, para ayudar a su gente, a sus niños. Tan sorprendidos y agradecidos estaban, que no dudaron en sacar sus carteras y darnos 35.000 francos CFA (el equivalente a unos 55 euros), para que los empleásemos en combustible o en lo que necesitáramos durante el viaje. Después, mientras nos intercambiábamos los números de teléfono y los emails, mientras empezábamos a sentir los primeros atisbos de tristeza al tener que separarnos, ambos nos propusieron acompañarnos durante nuestra próxima expedición, a lo largo de nuestro recorrido por el territorio de Mali, junto a otros miembros de su club de motoristas. Se unirían a nosotros en Gogui, en la frontera con Mauritania, y nos acompañarían durante casi 1.000 kilómetros hasta el puesto de Heremakono, en Burkina Faso.
A aquel ofrecimiento le siguieron un buen puñado de fotos (algunas de ellas las podéis ver junto a esta narración) y de abrazos efusivos. Por entonces ya se habían unido a nosotros algunas personas que pasaban por allí… ¡esto es África! Y por fin, cuando nos disponíamos a emprender la marcha, cuando pensábamos que ya nada nos podía causar más asombro y felicidad que los maravillosos gestos que habían tenido hacia nosotros, Abdoulaye hizo algo que provocó una conmoción infinita en nuestros corazones. Después de abrazarme, hincó la rodilla en el suelo y, mientras dibujaba una línea recta en la arena roja de su país, en la arena roja de Mali, dijo:
—Es tan increíble lo que nos habéis contado, lo que estáis haciendo por nosotros, que va a marcar un antes y un después en mi vida. Muchas gracias.
Los siguientes kilómetros estuvieron, como siempre, llenos de incidentes: nuevos pinchazos, el reventón de un neumático de la Iveco, con el lanzamiento a modo de proyectil de la banda de rodadura, que casi acaba impactando contra mí, alguna pequeña avería… Pero ya nada importaba como antes, puesto que algo había cambiado en nuestro ánimo. Conocer a Boubacar y Abdoulaye, a Abdoulaye y Boubacar, nos había recargado las pilas y, lo más importante, nos había cambiado, de algún modo, para siempre.
Pepe Lozano
Posted at 14:33h, 10 julioEs un honor ser el primero en comentar una de las muchas historias que han ocurrido. He de decir que cuando escuchas estas historias en directo te hacen reflexionar de una manera especial. Gracias.
Samuel (administrador)
Posted at 23:26h, 26 julioNos alegra de corazón comprobar que estos recuerdos os llegan de una forma especial.
Un fuerte abrazo, Pepe.